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lunes, 22 de junio de 2009

CAPITULO II - AMERICA, LOS AÑOS DE ESTUDIOS

CAPÍTULO II

LOS AÑOS DE ESTUDIO
(1898-1908)






ITALIA

En 1898, Antonio decide, inobjetablemente, establecerse en Roma durante un tiempo, con el fin de ampliar sus estudios. A partir de ese momento, el estilo de Rodríguez del Villar se establece firme, individual y perfectamente delineado:

Se enmarca en la contemporaneidad de los artistas europeos (españoles e italianos) orgullosos de pertenecer a una tradición NEO CLASICISTA fuera de los movimientos modernos [para la época]. Esta posición contrapuesta a lo Moderno, que denota una obra “REACCIONARIA” (entre comillas) es el eje esencial en España e Italia, fruto de situaciones y sensaciones por las cuales pasaba la sociedad, que también fueron el origen de maravillosas obras donde el orgullo clásico viene interpretado de una nueva manera. Actualmente vivimos un proceso de REHABILITACIÖN y de ESTUDIO de ese periodo.(Correo electrónico, Ureña, A.,28/05/2008)

El joven Antonio confirma, a través de su obra y de sus convicciones, un apego incondicional a la forma clásica: “Los griegos dijeron la última palabra”. Su posición se hace claramente opuesta al vanguardismo. Esencial y profundamente neoclásico, Antonio es drástico, calificando al impresionismo como “arte de efecto”…”el color seduce y fascina, llena muchos vacíos”, expresa. En ese momento se compromete completamente, y de por vida, con la escultura, donde el desafío de la forma ejerce una demanda particularmente intensa sobre el artista, para quien los límites de su creación, sólo le permiten moverse en una zona más estrecha y exigente, carente de la llamativa atracción con la que el color se impone sobre el observador.


A pesar de la desaprobación de la Condesa, Antonio no carecía de respaldos y apoyo cuando salió de Madrid: una beca de estudio e importantes cartas de recomendación firmadas por personajes del mundo de la nobleza y del ambiente artístico, aseguraban una cómoda estadía para el joven escultor en Roma.

Una vez establecido, continuó sus estudios de arte de una manera más integral: pintura, escultura y arquitectura, le proporcionaron las fuertes bases sobre las que trabajaría Antonio el resto de su vida. Desconocemos quienes fueron sus maestros y sus guías; sin embargo, es obvio que su acercamiento al mundo clásico pareciera colmar la insaciable sed de ver y experimentar las creaciones esenciales del arte clásico, al menos temporalmente, ya que éste es apenas el principio del viaje que realizaría el artista, posteriormente, más allá del continente europeo.
Fue en Roma, también, donde Antonio tuvo la oportunidad de sentirse absolutamente libre, por primera vez. Datan de esa época anécdotas juveniles que develan el carácter despreocupado de Antoñito y su, más que obvio, sentido del humor. Así, en una ocasión decidió recorrer junto a un amigo, las calles centrales de la ciudad en bicicleta a la mayor velocidad que les permitían sus piernas. El asunto no sería digno de contarse si no fuera por la particular ocurrencia de colocarse, ambos ciclistas improvisados, sendas pieles de animales salvajes, incluidas las cabezas con las amenazadoras fauces abiertas. La historia, relatada por Antonio, parecía nueva y fresca en todas y cada una de las ocasiones en que, entre risas y aspavientos, imitaba las expresiones de los peatones que pasaban del susto a la sorpresa para finalizar en la risa.
No era muy formal Antoñito, el joven escultor, quien residiendo como huésped en un encantador “palazzo” cuya tradición incluía un fantasma, decidió asumir el papel del fallecido “Cura Piccolo”. Durante una cena formal, decidió Villarín perturbó la paz del palacio, pintándose de blanco y vistiendo una sábana; para preparar el ambiente, emitió chillidos inquietantes antes de hacer su aparición ante los invitados: la reacción, según sus propias palabras, fue apoteósica.
Platos y copas volaron por los aires, lanzados por los comensales hacia la presencia, no tan etérea, del improvisado fantasma que, aporreado, golpeado y absolutamente sorprendido por el éxito de su fugaz aparición, no se atrevió a develar a sus anfitriones la identidad secreta del perturbador fantasma.

Más allá de las diversiones y del día a día de Antonio, es esencial un trascendental testimonio de la seriedad y el ahínco con que el joven artista se entregaba a sus estudios y a su arte.
En el año 1898, cuando apenas contaba 18 años, se llevó a cabo una selección entre escultores que, en ese momento se encontraban en Roma, para erigirle un monumento al fallecido Papa Pío IX, el comisionado para tal fin, era un caballero de origen peruano, José Sevilla, nombrado por los ex zuavos, para tal fin. Católico –más de convicción que de educación, como lo revelan algunos testimonios- para Antonio representó un orgullo y una inmensa distinción ser el elegido para la realización de este monumento que representó una experiencia única.
A continuación transcribo, textualmente, la breve narración contenida en un manuscrito de Antonio Rodríguez del Villar, explicando algunos de los ceremoniosos preparativos para la realización de la obra mencionada:

Mi humilde estudio en la Via Tassso, cerca de la Escala Santa de Santa María Mayor, fue visitado por sus Eminencias los Cardenales del Sacro Colegio. Sus Eminencias (Vicente V…, Serafino V…) me facilitaron las vestiduras para que me sirvieran de modelo para hacer la estatua de Pío IX. También tuve el honor de recibir a Monseñor B…, comisionado por Su Santidad para ver el monumento, como también el Padre Martín M…, de los Padres Jesuitas, e infinidad de personajes. Este monumento se pensaba colocar en una playa de Sinigaglia, ciudad donde naciera S.S. Pío IX, para lo cual visitamos a S.S. Pío X con el objeto de que nos indicara el lugar donde se colocaría el monumento y este Santo Varón nos dijo:
-Los santos están bien en la iglesia, y como S.S. Pío IX será quizás canonizado ¡Ponedlo en la iglesia!
-Y ¿dónde, Beatísimo Padre? – le preguntó don José Sevilla
- ¡En la Catedral de Sinigaglia!
Y cogiéndome de los brazos me levantó y dijo:
-¡Álzate, buen español!
Y así terminó esa audiencia que recordaré toda la vida.

Este escrito fue realizado muchos años después del hecho, en 1954, cuando a través de la prensa se notificaba la canonización de Pío X. Más adelante, en el manuscrito, Antonio continúa:

…como es natural, me produjo una gran emoción [la noticia de la canonización] que me hizo recordar aquellos momentos de mi juventud en que tuve la felicidad de comunicarme con un Santo en aquella época llena de ilusiones y de belleza, rodeado de un grupo de artistas: escultores, pintores, arquitectos y músicos que todos fueron célebres…

Italia como nación, contaba con algo más de 30 años, su estabilidad interna estaba sometida a graves problemas sociales y la débil imagen política que poseía el gobierno; además, sufría los embates de una Europa convulsionada donde las grandes potencias originaban una permanente tensión debida a sus ansias de poder. Pese a todo, se firmaban constantes acuerdos entre las naciones con la esperanza de mantener el respeto necesario para conservar la paz.

Durante sus años de estudio en Roma, Antonio viajaba a Sevilla a visitar a sus hermanas, sin embargo, París representaba una atracción constante para el joven escultor; París hacía sentir su influencia, no sólo económica, en la vida italiana; más allá de la política, imponía su huella artística a través del efervescente surgimiento de movimientos destinados a alterar los preceptos convencionales que hasta ese momento habían definido al Arte. Cómo no visitar aquél país en el que las enciclopedias escolares proclamaban: “La civilisation française s´étend a travers le monde entier”(La civilización francesa se extiende a través del mundo entero) (Histoire Critique…,1993, 10). Contrastar con esas nuevas ideas, las suyas era un asunto esencial para madurar y afianzar sus propios principios estéticos y sus conceptos sobre el Arte, en general:

De vez en cuando visita París para conocer las extravagancias, las audacias, las osadías del Arte revolucionario y asimilar el alma francesa.

Esas “extravagancias”, “audacias” y “osadías” estaban representadas por novedosos planteamientos artísticos que, desde París, trasladaban el enfoque de los nuevos movimientos estéticos hacia un punto de vista cada vez más alejado del Clasicismo, fuente de inspiración esencial de Antonio. Clasicismo que regulaba su técnica y sus convicciones sobre lo que la obra debía transmitir:

El Arte ha de llegar al alma de todas las mentes humanas y todo hombre ha de sentir la vibración de lo bello ante la obra que contempla (…)
El Arte puede llamarse así cuando deja en el espíritu del que lo contempla, un recuerdo imperecedero y que al evocarlo sienta la misma emoción.

Esta idea de Rodríguez del Villar, tan directa y claramente expresada, no deja de llamar la atención por su semejanza al planteamiento expresado por G. A. Aurier en el Mercurio de France (9/02/1891) al exponer los preceptos del Simbolismo: “Asimismo, esta creación artística debería ser subjetiva, decorativa y emotiva; debería provocar un “estremecimiento del alma”” (Pijoan, p.17). Este “estremecimiento del alma” ¿no se asemeja ampliamente a “la vibración de lo bello” y al “recuerdo imperecedero” tan intenso como para convertirse en “la misma emoción” con sólo evocar la obra de arte?

Sintiéndose esencialmente renacentista, Rodríguez del Villar mostró, a través de toda su creación, la absoluta subordinación de cualquier otro valor a la Belleza; sin embargo, en sus grandes monumentos o en sus trabajos decorativos – pertenecientes a su periodo más fructífero- donde podía permitirse una mayor libertad para la imaginación y la creatividad se observa una tendencia “ideista” y “sintética” propia del Simbolismo.
Es de suponer que, si bien en su estilo personal se observa una marcada tendencia neoclásica en la que “la belleza se considera una cualidad del objeto que nosotros percibimos como bello” (Eco, p.275); esto no impide que su obra incluya las influencias de otras tendencias. Es importante tomar en cuenta que Rodríguez del Villar no es un artista clásico y que su estilo no debe identificarse con el academicismo que constituiría un perfeccionamiento técnico alejado de la intensa sensibilidad, de la “emoción”, de la “vibración de lo bello”, “del estremecimiento del alma”. Es por ello que la rigidez de un personaje histórico, la técnica impecable a la hora de reproducir la exactitud de unos rasgos son, frecuentemente traicionados por una inclinación de la cabeza o por una sonrisa apenas dibujada que delatan la pasión de un escultor que “buscaba el alma de lo que modelaba”

Sin embargo, París era, desde luego, mucho más que estudio; el espíritu de Antonio, impulsivo y ansioso por vivir, por conocer y por saturar su existencia de experiencias, no contaba con más censura y más medida que la rectitud de sus propias convicciones y la moral que, amorosamente, le había sido inculcada en su hogar. Libre y desprovisto de falsos prejuicios –como lo fue durante toda su vida- la compleja sensibilidad de Antonio lo había impulsado a acudir, místico y casi etéreo, a la Plaza de San Pedro ante la primera bendición de Pió X; pero también había revuelto su curiosidad masculina y juvenil para que disfrutara en el Moulin Rouge del escandaloso baile del Can-Can. El principio de siglo en Europa, para un artista que rondaba los veinte años, daba espacio para todo eso y más…Existe un variado testimonio fotográfico que nos presenta, visualmente quién era aquel Antonio: bromeando en una representación dramática junto a sus compañeros; disfrutando en una reunión vestido de gala con un frac impecable, al estilo Place Vendôme y una espléndida sonrisa de “bon vivant” incorregible o en una plaza, delante de una fuente con una pose algo estudiada, sosteniendo en el brazo su gabardina y vistiendo una sencilla “americana” -denominación que, en aquel entonces, recibían las levitas cortas y que Antonio utilizó siempre para referirse a cualquier tipo de chaqueta.

Su maestro, Mariano Benlliure le escribe en 1901 agradecido por la felicitación que le enviara Antonio por su “entrada a la Academia”, expresando sus deseos porque se encontrara “completamente restablecido” –no sabemos qué mal pudo aquejar a Antonio en ese momento- y firma “tu amigo y maestro”. Y a pesar de que el maestro espera su regreso con gran cantidad de trabajo que ofrecerle y de que “mucho lo echa de menos”; Antonio toma la decisión de emprender un nuevo viaje que lo lleva en dirección opuesta a España.




ORIENTE


Alrededor de 1904; Antonio toma una nueva decisión en Italia:

Aquello me abrió el camino. Pero yo no me conformaba con estudiar el arte en Roma. Yo quería estudiar la escultura desde su origen y marché a Egipto; mis pasos recorrieron Luxor, las Ruinas de Menfis, las Pirámides milenarias. De allí pasé a Grecia. ¡Oh Grecia! El ideal de todos los artistas, la patria de Fidias y Praxísteles (Periódico de Sevilla,”Antonio Rodríguez del Villar…”, 1940)

Varios años duraría el recorrido de Antonio por Turquía, Grecia, Etiopía y Egipto que, a pesar verse en peligro de guerra en 1904, no intimidó al joven artista para ser un importante destino en su itinerario. No existe un registro detallado de su recorrido por Oriente, apenas algunas anécdotas de lo que fue un largo viaje, esencialmente de carácter académico. Es probable que tomara el Expreso de Oriente, medio de transporte tan frecuente en la época, para llegar hasta Turquía:

Cuando viajé a Oriente con el fin de contemplar y adquirir conocimientos de las hermosas obras griegas llegué a Atenas sin saber el idioma y sin encontrar a nadie que me sirviera de intérprete.
Entonces entré en una librería y por señas pedí las postales donde hubiese algo que me interesase.. Entonces se las di al cochero dándole a entender que quería visitar todos aquellos lugares. El buen hombre comprendió y, durante tres días no cesé de admirar aquellas maravillas.
Seguí visitando otras ciudades por el mismo procedimiento y, al cabo de un tiempo, ya había encontrado la manera de comunicarme con los demás.

A pesar de que Antonio viajaba solo, nunca le faltaron –ni en este viaje ni en ningún otro- relaciones, contactos valiosos, familias notables que lo hospedaran o lo presentaran a personajes de importancia. Aunque no perteneciera a una familia noble –a pesar de haber heredado un titulo de Conde de Torrijos, de un tío suyo-, sus amistades aristócratas fueron durante largo tiempo, fieles y constantes. El carácter dulce de Antonio y su constancia sembraban simpatías y afectos incondicionales que propiciaron el hecho de que su carrera de artista se convirtiera en su medio de vida; encargos proyectos, trabajos particulares y oficiales facilitaron su subsistencia en cualquier país donde se encontrara. Formalmente –tal como aparece en sus pasaportes- su profesión era la de escultor y salvo algunas temporadas de su vida en las que ejerció cargos diplomáticos, siempre vivió del arte. Reuniones, cartas de presentación, cenas…la vida social de Antonio formaba parte de su trabajo; difícil situación la de mezclar amigos con negocios, sin embargo está muy claro que era generoso con su cariño, además de afectuoso y expresivo: era un lujo que se permitía en su comportamiento con los más cercanos a su corazón con quienes no se sentía a gusto siendo, simplemente, simpático y agradable.

Mucho más fácil sería para los artistas renacentistas o para los pintores oficiales de alguna casa real; Antonio era un espíritu libre, lo fue hasta casi llegar a ser un anciano: la libertad y la independencia fueron en él características definitorias de su personalidad.

Sus estudios sobre anatomía y su búsqueda por ver y conocer de cerca todo lo que le interesaba lo llevaron a Etiopía con el interés de trabajar en la arcilla plasmando la belleza de los rasgos y las características anatómicas de una raza diferente. Este realismo al reproducir el cuerpo humano se convirtió en una huella personal a través de toda su obra, y si no contamos con los trabajos realizados durante esta etapa, basta con observar detenidamente sus indios cuyos cuerpos y rostros se apegan detalladamente a las características propias de esa raza.

Las impresiones de su viaje a Egipto, fueron particularmente inolvidables y son varias las singulares anécdotas, vividas por él durante ese recorrido.

Nunca pude satisfacer mis ansias de conocimientos artísticos con la sola contemplación de las obras maravillosas a través de libros y fotografías. Era para mí una necesidad el ver con mis propios ojos el Arte, herencia de la humanidad. Por eso sentía obsesión de ver las Pirámides y me dirigí a El Cairo. (Periódico de Sevilla,”Antonio Rodríguez del Villar…”, 1940).

Al no existir, en aquella época, caminos o rutas de fácil acceso hacia las Pirámides, Antonio debió contratar a un beduino que le acompañó utilizando el único medio de transporte que existía: fueron en sendos burros…y no sólo en una ocasión; ya que el caprichoso Antonio, a pesar de las dificultades que implicaba, anhelaba encontrarse, durante la noche, en aquel inigualable paisaje. Mucho más difícil fue encontrar un guía nocturno ya que las gentes del lugar temían la zona en la oscuridad, sin embargo el poder de convencimiento del joven fue, al parecer, irrefutable y allí se encontró Antonio “con una magnífica noche estrellada iluminando toda aquella magnificencia y en total soledad” , aunque me imagino que no muy lejos el aterrado guía se escondía de quién sabe que fantasmagóricas presencias o amenazas absolutamente terrenales.

Existe, también, testimonio escrito de su visita a la Tumba de los Bueyes de Apis:

En aquel tiempo las Tumbas estaban cubiertas por las arenas del desierto, pero un beduino, verdadero gigante de musculatura formidable, bello modelo para esculpir en mármol, me ofreció llevarme al lugar.
Llegados allá, me mostró una especie de brocal de un (…)tapado con una puerta. Bajamos por allí por unas escaleras talladas en la roca y pude ver la magnífica obra que es capaz de realizar la imaginación del hombre.

Y una brevísima narración ante el río Nilo:

Estando contemplando el Nilo en un atardecer, un sinnúmero de ideas acudían a mi mente, relacionadas con el pasado bíblico y como si esto hubiese sido una inspiración, se acerco a mí un hombre del lugar, con una silla. Extrañome aquella acción, y al preguntarle la causa me respondió: Siéntese, pues aquí fue donde encontraron la cuna de Moisés.

El recorrido de Antonio duró varios años, durante los cuales, probablemente regresaría a Europa y, seguramente, a Sevilla a visitar a sus hermanas; el apego que mostró posteriormente a ellas y el cariño entrañable y agradecimiento que transmitía en sus comentarios sobre era suficiente indicativo de qué tan importantes fueron en su vida.

Lamentablemente, Antonio Rodríguez del Villar nunca se sentó frente a un interlocutor a contar su historia que, incluso para sus hijos y su esposa, contenía espacios en blanco. A mi parecer una serie de factores influyen en estas omisiones, principalmente la naturalidad –más que humildad- que experimentaba Antonio ante los hechos de su propia existencia y la intensidad aunada a la extensión de esa biografía: constantes viajes, cientos de personajes célebres, obras que, a veces, omitía en entrevistas o en encuentros familiares y que alguno de sus hijos le recordaba.
Entre sus papeles una carta, fechada el 17 de marzo de 1906, es de utilidad para verificar la época en que se encontraba en Atenas, además de ubicarnos, someramente, en el ambiente que frecuentaba Antonio en esa ciudad. El nombre de quien firma la carta es ilegible, sin embargo el membrete: “Embajada de España, cerca de la Santa Sede” nos sugiere que el remitente pertenecía al cuerpo diplomático –así como la información que ofrece en la carta- su lenguaje es cálido amistoso y de mucha confianza con Antonio, lo que nos dice mucho sobre el ambiente que rodeaba al jovencísimo maestro del Villar en Italia. En el texto se hace mención a una carta anterior escrita por Antonio desde Constantinopla, sin embargo, la información más colorida y sugerente se cita, a continuación:

Al contestarle a ésta [la carta enviada desde Constantinopla] le ruego vaya al Hotel Victoria y pregunte por la Princesa Aristardi, a primeros de enero tuve una postal de su hija Melek que me daba esta dirección en Atenas. Como quería escribirle extensamente, no lo he hecho. Si están ahí, véalas. Melek habla muy bien el español, como el italiano, el inglés, alemán, ruso, turco, griego y no sé cuántas lenguas más. Han vivido en Roma muchos años y son amigas mías desde la otra vez en que yo vine de Agregado a Roma. Cuénteles cosas mías y esto les valdrá más que una carta(…)El marido de la Princesa fue, durante muchos años, el Gobernador de la Isla de Samos (Carta, 17/03/1906)

¡Cuántos personajes como esta Melek que no se sabía “cuantas lenguas” hablaba, conoció Antonio en sus viajes! Princesas, personajes legendarios, cardenales, presidentes artistas, héroes de guerra, personajes históricos poblaron su mundo, acercándosele y posando para él.

Durante su recorrido, Antonio fue un afortunado al poder conocer “esos clásicos lugares que según prosaica gente no compensan las molestias del viaje y lo inconfortable de la residencia” (Carta, 17/03/1906). Visitaba esos lugares y en la misma medida en que aumentaban sus conocimientos lo hacía su curiosidad y su deseo de conocer más.

No hay testimonios de la obra que haya realizado Antonio durante estos años, probablemente bustos de encargo particular o esculturas y tallas de pequeño formato que, sin duda, le ayudarían a continuar su viaje pero sobre las cuales él no menciona –quizá por considerar de poca importancia o por olvido- como parte de su obra, en general.

Al finalizar este recorrido de estudios vuelve a París, donde permanece por poco tiempo, para partir de nuevo a Roma. Probablemente en 1908 recibe una proposición para irse a México con el fin de realizar parte de la decoración escultórica del Teatro Nacional, idea que debió parecer fascinante a Antonio, siempre ansioso por conocer nuevos horizontes útiles para sus necesarios estudios sobre la civilización y la anatomía indígena.

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