CAPÍTULO I
NIÑEZ Y ADOLESCENCIA
(1880-1896)
SEVILLA
-Nací en Madrid por casualidad
Quién puede saber a estas alturas –ciento veintiocho años después- a qué casualidad se referiría Don Antonio cuando, al decir esta frase, estrechaba su pícara mirada a consecuencia de una sonrisa. Pudo ser un viaje por causas familiares, no creo que fuese un asunto de trabajo y me atrevo a afirmar con toda seguridad que no estaban sus padres y hermanas establecidos en la capital. Los Rodríguez Villar eran absoluta y completamente sevillanos, su hogar, desde muchos años antes de nacer Antonio se encontraba en la calle San Luís, frente a la Iglesia de Santa Marina – no dudo que sus arcos ojivales y sus relieves y esculturas llamaran más de una vez, la atención del artista en ciernes- , y el escultor siempre hacía la aclaración sobre lo accidental en cuanto a la ubicación geográfica de su nacimiento, como dando a entender que, a pesar de ello, era totalmente andaluz.
Antoñito fue el menor de los hijos de Alfonso Rodríguez y Concepción Villar, y vino al mundo unos doce años después de su hermana más pequeña; Natividad y Mercedes fueron durante gran parte de su existencia una especie de pequeñas madres a las que recurrió cuando la soledad o la necesidad se hicieron imperiosas en su vida.
Nació un 24 de septiembre de 1880, en época convulsiva no sólo para España sino para toda Europa cuando “las ciencias se liberan del espíritu de las supersticiones y de los prejuicios provenientes de los déspotas y de los sacerdotes”(Histoire Critique,1989, p.13). La población europea pasa de 250 millones a 450 millones de habitantes con su consecuente crisis social; los términos: “ciencia” y “tecnología” son cada vez menos ajenos al lenguaje diario en un periodo en el que El Progreso se convierte en noticia de todos los días: Nobel, Curie, Lumiere, Marconi, Siemmens, Mendel, Pasteur, Koch se dan a la tarea de impulsar el mundo que está por venir. Los hombres de pensamiento se sumergen en una etapa de revisionismo de la realidad circundante; el arte, sin embargo, parece fabricar un puente que atraviesa toda la turbulencia de finales de siglo y encuentra una salida de evasión impulsado por el Romanticismo y el Simbolismo. En 1874, París es sede de un fenómeno artístico ciertamente reñido con el academicismo: la primera exposición impresionista.
Después de ese rompimiento, en la segunda mitad del siglo XIX, observamos un despojarse de reglas y prejuicios en un “ambiente artístico difícil, competitivo y crispado. Mezcla de pervivencias conservadoras del antiguo régimen con fuertes tendencias al liberalismo y la lucha económica”. (Pinazo, 1981, p.10). En consecuencia existían, para la época, dos tipos de artistas: uno, el “oficial, conformista y mimado por el poder establecido, acaparador de cargos oficiales, honores y medallas…” (Pinazo, 1981, p. 10), el artista académico que sólo concebía exponer en “El Salón” oficial; y el otro: “el marginado, revolucionario y resentido que arrastra una vida de miserias (…) para aportar cauces nuevos para el futuro del arte” (Pinazo, 1981, p.10), la adorable y nostálgica generación de bohemios, que se reunían en los cafés, bebían absenta y vivían en su estudio inmersos en la creación artística.
¿Cómo llegaba a Sevilla ese impetuoso fluir de ideas sociales y políticas, ese mundo nuevo que se abría paso hacia el estallido de un nuevo siglo? ¿Cómo se derramaban por España las recientes corrientes artísticas que parecían ir desencadenando al hombre de las ataduras de los convencionalismos y las reglas? ¿Cómo era la Sevilla que podía ver Antoñito a través de su mirada de artista? Pareciera que la vida se lo llevó de la mano corriendo y ni siquiera le dio tiempo de disfrutar su infancia; poco o nada se sabe de sus juegos infantiles o amigos de la niñez, pareciera que se hizo hombre antes de tiempo. No se lamentaba de ello. Con valentía y fortaleza poco usuales para un niño, para un adolescente, Antonio fue capaz de enfrentarse a las situaciones adultas que se iban presentándose en su vida temprana, de manera inesperada e insistente.
Sin contar siquiera diez años, inquieto y curioso, acompañaba a su padre al trabajo y aprendió de él su oficio. Como él, fueron muchos los artistas de finales del siglo XIX y principios del XX que bebieron en la fuente de sus padres orfebres, herreros, vidrieros, ebanistas… “eran, a menudo, hijos de artesanos y adquirían en el aprendizaje del oficio de su padre el gusto por el trabajo manual” (Selz, 1964, p.48). El padre de Antonio era ornamentista, como lo fue el de su contemporáneo, el pintor Ignacio Zuloaga e incluso el célebre escultor francés Auguste Rodin, que en su juventud, además de ornamentista, fue cincelador y modelador.
Siendo aún muy niño ingresa Antonio en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla como aprendiz del maestro Pedro Domínguez “quien había dado muestras de su pericia en la suntuosa Portada de San Cristóbal”(http:www.degelo.com/sevilla/sev4.htm/) perteneciente a la Catedral de esa ciudad y comienza, en 1890, a tallar la nueva fachada del Ayuntamiento, levantada a causa de modificaciones realizadas en esa edificación. Es muy probable que fuese allí donde el maestro conociera al pequeño.
Según un artículo publicado en El Mundo, periódico de San Juan de Puerto Rico, el día miércoles 21 de junio de 1933:
Allí [en Sevilla] se despertó la vocación irresistible del escultor precoz y en la primorosa
fachada del Palacio Municipal, calada como una mantilla y bordada como un mantón
andaluz en esa joya arquitectónica –un encaje de piedra que que tiene la finura estilizada de
una fina labor de orfebrería- el cincel de Antonio R. del Villar ha dejado unos primorosos
relieves cuando todavía era un chavea (sic), como llaman allí a los chiquillos, empleando
la voz cañí.
Posiblemente don Alfonso Rodríguez formó parte del grupo de ornamentistas y cinceladores que trabajaron bajo las órdenes del maestro Domínguez en la extensa e importante obra que se llevo a cabo en el Ayuntamiento y es muy probable, también, que su hijo Antonio colaborará con él. Al no encontrar información sobre el “Palacio Municipal” mencionado en el artículo citado anteriormente, me inclino a pensar que fuese ésta alguna otra denominación que recibiera el Ayuntamiento, lo cual considero muy probable, especialmente porque las fechas y el lugar brindarían una explicación más que posible del encuentro del maestro Domínguez con el jovencísimo Antonio a quien, después de haber visto realizando su trabajo, consideró un discípulo idóneo para ser recibido en la Academia de Bellas Artes de Sevilla.
Es éste el momento en que Antoñito comienza su larga trayectoria como escultor, inicia su “permanente búsqueda del alma de lo que moldeaba”, como él mismo decía. En la España de Gaudí en la arquitectura, Sorolla en la pintura y Benlliure en la escultura; el arte comenzaba a recorrer nuevos caminos que se alejaban de la pesadez de un clasicismo agotado y repetitivo que ya no respondía al sentir de los hombres de los nuevos tiempos. En Francia Jean Baptiste Carpeaux había liberado a la escultura de la frialdad académica, posteriormente Auguste Rodin “intentaba reconstruir los sentimientos que debieron presidir el pensamiento de Dios cuando emprendió la creación del Universo” (Pijoan, b, 1970, p.261) a la vez que expresaba: “(…) yo guardo en mi memoria la ´pose´, mejor que el propio modelo y además yo le presto vida interior” (Pijoan, b, 1970, p.262).
En la escultura de fin del siglo XIX los aspectos idealistas del Romanticismo van desapareciendo, lo que desemboca en un Realismo minucioso; una de las vertientes de esta corriente conduce al Modernismo; sin caer en los excesos de uno u otro movimiento, el estilo de Mariano Benlliure se caracteriza por sus detalles y por tratarse de una “escultura narrativa” que retrata “el aspecto transitorio y dinámico de la vida”(http:www.arteespana.com/marianobenlliure.htm).
Antonio, beberá de esta fuente durante sus años en Madrid como discípulo del célebre escultor e incluso orientará su obra hacia el mismo tipo de trabajo que su maestro quien “preferentemente se dedicó al retrato y a los monumentos conmemorativos” (http:www.arteespana.com/marianobenlliure.htm).
Fallece el padre de Antonio, siendo éste apenas un niño de once o doce años, y enferma su madre. Antonio distrae su tristeza modelando, tallando. En el taller conoce a quien será su protector, el Cardenal Espínola, célebre prelado sevillano de la época. Según la costumbre, altos personajes, nobles y dignatarios eran inmortalizados en bustos que los escultores realizaban, no sólo por prestigio sino como medio de vida usual entre los artistas. Uno de los escultores instruyendo a Antonio en el arte del retrato se encontraba realizando un busto del mencionado Cardenal; al saber de su visita al taller para constatar como iba a adelantando la obra, el maestro se escondió detrás de unas cortinas esperando escuchar los halagos del prelado. Antonio siguió trabajando con la naturalidad y la despreocupación que le proporcionaban sus pocos años. Ante el silencio, después de escuchar los pasos tras él y saludar ceremoniosamente, esperó las palabras que el Cardenal pronunciaría después de observar, silencioso y largamente ambas esculturas: la de Antonio y la de su maestro:
- Muy bien pequeño, muy bien. Serás un gran artista si sigues por este camino.
Con desagrado, se acercó al otro busto, lo observó seriamente y continuó dirigiéndose a Antonio:
- Sigue tu idea, vales mucho, no vayas a copiarte de esa cosa tan mal hecha.
Desde ese día fue “protegido” del Cardenal, que veía por su bienestar y particularmente porque siguiera sus estudios de arte.
En general, poco se sabe de los primeros años de Antonio. Llegan a mí, en un breve escrito, unas frases de su esposa: “Ya desde su infancia demostró una especial inclinación para el arte escultórico que se vislumbraba a través de sus juegos infantiles”; sin embargo, para quien lo conoció, es imposible imaginárselo serio y circunspecto con aires de niño prodigio dedicado a quehaceres demasiado maduros para su edad. Las anécdotas juveniles, su forma sencilla y ligera –tan inusual para la época- de enfrentar los sinsabores y los obstáculos que en otros hubiesen motivado una reposada reflexión, nos colocan frente a un ser humano libre y desenfadado -quizás un tanto impulsivo, al menos en sus años de juventud- que desde siempre tuvo la sabiduría natural y suficiente para discriminar y reconocer cuáles asuntos ameritaban de una verdadera seriedad en la vida y cuáles no valen ni un breve instante de preocupación, de indignación o de amargura..
Las picardías, travesuras y una inmensa facilidad para hacerse querer de quien lo conocía, no dejan lugar a dudas de qué tan jovial y abierto fue siempre el carácter de Antonio.
Menudito, de niño, no llegó a ser un hombre alto ni mucho menos corpulento. Él, tan enamorado de la perfección encontraba su cabeza un poco desproporcionada con su cuerpo, lo que era motivo de broma entre él y sus amigos. No sé si a causa de su estatura o de su carácter tan dado a la broma, o por ambas razones a la vez, pareció, por mucho tiempo, más joven de lo que era realmente: “Villarín” lo llamaban muchos de sus amigos y compañeros de estudios. A diferencia de sus hermanas que en al cabello, la piel y los ojos guardaban algo de sus antepasados moros; Antonio, además de sus ojos azulísimos, poseía un cabello castaño claro, de textura muy fina que se hizo escaso tempranamente; piel blanquísima como un vaso de leche y la sonrisa como adorno permanente en su rostro.
A partir de 1890, los años transcurren con una velocidad vertiginosa para el escultor; en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla obtiene un preciado galardón: la Medalla de las Academias, era ésta la primera de muchísimas y variadas condecoraciones que recibiría Antonio a través de su vida.
Once años fueron suficientes para que el artista se comprometiera con la primera de sus obras inolvidables: un Cristo tamaño natural, según sus propias palabras “tallado en un árbol”; esta obra fue donada al Convento de las Hermanas de la Cruz, muy cercano a su casa, en la misma calle. El valor de esta obra es esencialmente sentimental ya que, además de marcar el punto de partida de la producción artística de Antonio posee, sobre todo, la carga emocional de un momento doloroso en la vida del jovencísimo artista.
Ilusionado se entregaba diariamente a su trabajo en el tiempo libre del que disponía, cuando no cumplía con sus horas de estudio en la Academia; sin embargo, todo el entusiasmo del pequeño escultor debió recibir una gran descarga de amargura cuando su madre enferma le confió que ella viviría para ver terminado el Cristo, pero no mucho más. Así, al finalizar la talla, la madre de Antonio falleció.
Entonces llega el momento en que, por primera vez, sus hermanas tienen que “crecer” para convertirse en madres sustitutas del joven artista. Tomaron ellas una crucial decisión sobre el futuro de su hermano.
Alrededor del año 1892, el ya mencionado Cardenal Espínola, quien estaba al tanto de las particulares dotes artísticas del niño y de sus admirables progresos como escultor, decide que es conveniente para éste continuar su carrera en Madrid donde, bajo la protección de una noble dama prominente y amante de las artes, Antonio continuaría sus estudios.
MADRID
Por primera vez, y como un hombre en miniatura, Antonio viste chaleco, guarda el dinero que sus hermanas le dan “en caso de una emergencia” y sube solito a un tren que lo lleva a su nueva vida.
La España de ese momento histórico vivía una tensa calma política que se había iniciado con La Restauración, establecida a través de la figura del Rey Alfonso XII, a la cabeza de una Monarquía Parlamentaria que, a partir de 1885 recaía en los hombros de la reina María Cristina, regente desde la muerte de su esposo. Sin embargo, fuertes alteraciones sociales perturbaban el ambiente a causa de una creciente crisis económica que, en el año 86 desencadenó un paro obrero. Descontento y desconcierto desembocaban, incluso, en preocupantes atentados anarquistas.
La capital se encuentra inquieta y animada por estudiantes que llenaban los cafés con sus conversaciones sobre política y derechos sociales para distraer el hambre y el letargo que se apoderaba de la ciudad a causa de las huelgas. Madrid ventilaba su descontento a los cuatro viento;, Madrid en plena ebullición y Antoñito llegando a la estación donde no encuentra ningún rostro familiar; solo, y con dinerito en el bolsillo se siente libre para correr una pequeña aventura y decide salir a caminar. Llega a un restaurante donde confunde la ansiedad con hambre, entonces pide “vino, escabeche, una tortilla y un formidable trozo de carne”, sin embargo, según sus propias palabras:
No pude comer aquella tarde, tenía como un nudo en la garganta. Dejé todo aquello y me fui al Teatro de la Zarzuela y cuando en el gran salón, en medio de centenares de espectadores que reían y gozaban, me encontré solo, sin poder comunicarme con nadie, dos gruesas lágrimas rodaron por mis mejillas.
Afortunadamente, antes de finalizar el día, Antonio había alcanzado su destino: la suntuosa residencia de la Duquesa de Sevillano y Condesa de la Vega del Pozo: María Diega Desmaissiéres y Sevillano, aristócrata y mecenas, opulenta y respetable dama, fue la mujer más rica de España en el siglo XIX.
Amparado por su protección, Antonio no sólo adquiere conocimientos artísticos a través de un reconocido maestro, el escultor Mariano Benlliure, sino que además se enriquece pasando “horas enteras devorando libros en las bibliotecas” y recibe la preparación necesaria para convertirse en un caballero acostumbrado a cenas formales, reuniones en los salones más exquisitos de Madrid y a conversaciones con la más rancia aristocracia.
Madrid, para Antoñito, adquiría dimensiones de otro mundo de configuración infinita e impredecible, lleno de actividad y de diversidad de gentes. Necesitaba tener mil ojos para ver y un corazón inmenso que abarcara la totalidad de nuevas sensaciones que ofrecía aquella gran ciudad donde dejó de ser un niño, casi de golpe, quizá un día en que notó que la mirada se le enredaba en los lazos y los encajes que adornaban a las encantadoras damiselas tan diferentes de las adustas y sobrias señoras de Sevilla.
Me imagino al artista adolescente que, más allá de darse por satisfecho con alcanzar a ver algún que otro tobillo femenino cuando las damas subían al tranvía, se dejó seducir por los misterios del cuerpo humano. ¿Qué fascinante viaje interior, mucho más allá de sus estudios de anatomía, debió realizar Antonio para tomar conciencia de los misterios del cuerpo humano? ¿Cómo se llevó a cabo el aprendizaje que lo sensibilizó para saber concentrar toda su atención en un determinado tendón que, mágico, aparece y un segundo después, es imperceptible a la vista? ¿Cuando descubrió las cualidades de una piel diáfana brillante a la luz del sol? ¿Cómo comprendió el movimiento interno que tensa y perturba la forma de una pantorrilla? ¿En qué momento conoció, Antonio, la morbidez de unas caderas desnudas o la aterciopelada elasticidad de un vientre femenino? ¿Cómo supo, Antoñito, de manos trabajadoras llenas de durezas y de espaldas rígidas y sudorosas? ¿Cómo asimiló las formas de caballos, de ángeles, de rasos? Porque cualquier cosa, cualquier ser, fuese carnal, puro espíritu o incluso exánime, era incapaz de escaparse de las manos de Antonio.
En su primera fase, la escultura de Antonio es más rígida ya que es muy detallista y la busqueda de la perfección es su constante obsesión. Interpretar la realidad de la manera más verosímil, parece ser su motivo primordial. (Correo electrónico, A. Ureña, 22/05/2008)
La Condesa modela al joven en educación y modales privilegiados que caracterizarán, durante toda su vida a Antonio; más aun, aconsejado por la dama, él decide imprimir un giro aristocrático a su apellido: el Rodríguez Villar original se convierte en Rodríguez “del” Villar, un apellido “compuesto” más sonoro, más pomposo, con más sabor artístico, aunque sirviera en tan pocas oportunidades para permanecer grabado en sus obras.
Data, probablemente, de esta época y motivado por su educación rigurosa y minuciosa, su energía incansable para el trabajo y su entrega constante y consecuente con el fin de dominar los misterios de aquel oficio que lo había convertido en celebridad prematura, merecedor de halagos, honores y respeto con los que él siempre supo manejarse de maravilla: creció con ellos y, si no fue un ejemplo de humildad, tampoco se sentía a gusto vanagloriándose: dejaba que su arte hablara por él.
Aprendió las virtudes de ser discreto y elegante presumiendo el orgullo que le proporcionaban sus mejores obras.
La capital era el espacio perfecto para seguir una carrera exitosa y convertirse en una celebridad en poco tiempo:
En Madrid lo tenía todo: cariño, estimación, dinero, perspectivas cercanas de llegar, sin grandes esfuerzos, sólo con dejarse conducir con cierta docilidad, a los cenáculos en los que la gloria oficial se concertaba (El Mundo de San Juan, Antonio Rodríguez…,21/06/1933)
Y era allí donde se encontraba el problema: en la “docilidad” de la que Antonio carecía.
El mundo de Antonio se albergaba, ahora, en espacios que sobrepasaban a Madrid. Su aprendizaje y sus lecturas lo llevaban a viajes aun más lejanos acompañado por Dante, Horacio y Virgilio, a pesar de que su espíritu, siempre españolísimo, se dejara conquistar, de por vida, por el Duque de Rivas cuyos romances y sonetos recordaba, todavía, perfectamente a sus noventa años:
“…
No profane mi palacioun fementido traidorque contra su rey combatey que a su patria vendió.Pues si él es de reyes primo,primo de reyes soy yo,y conde de Benaventesi él es duque de Borbón."Llevándole de ventaja,que nunca jamás manchóla traición mi noble sangre,y haber nacido español.
…”
Romance I,(fragmento) , Duque de Rivas)
Mozart, Beethoven y Schubert los tenía en su corazón, probablemente desde la época de Sevilla cuando siendo muy niño pidió a sus padres un violín. Wagner fue, seguramente posterior, sin embargo, no puedo imaginar una música que se ajuste mejor al aspecto grandioso de las esculturas y monumentos que realizaría en el transcurso de su vida, que la de óperas como Loengrin, Parsifal y Tannhäuser, que fueron sus predilectas.
Crecía Antonio, sevillano-madrileño y conservó esa naturaleza dual, no sólo en su arte sino en la forma de ver la vida: bohemio-aristocrático, clásico-amotinado, místico-sensualista. De este periodo, junto al gran maestro Benlliure, data un busto del Ministro Cánovas del Castillo y lo que en algunas entrevistas se describe como una “alegoría” y en otras como “retrato o “busto” de la Reina Regente María Cristina; ésas entre muchas otras obras que, probablemente él consideró sin importancia después de algunos años, ya que no existe documentación sobre ellas.
Así, la curiosidad que lo caracterizaba y la “docilidad” de la que Antonio carecía, lo motivaron a poner su mirada en Italia “prefiriendo la libertad, a la maternal exigencia de la dama [la Duquesa] que le imponía la dura condición de no salir de Madrid” (El Mundo de San Juan, Antonio Rodríguez…,21/06/1933)
Cuando le dijo a la Duquesa que se marchaba a Roma, que quería ir a la Ciudad Eterna, donde quería realizar su formación artística, la dama se limitó a advertirle con una mansa entereza que, si la desobedecía, no esperase nada de ella en el futuro, ninguna merced…(El Mundo de San Juan, Antonio Rodríguez…,21/06/1933)
Es éste el comienzo de un largo viaje que emprende Antonio, esencialmente impulsado por una necesidad espiritual impostergable:
Me asfixiaba en Madrid, quería volar, conocer otras tierras y otras gentes, beber la inspiración en las mismas fuentes del Arte… ¡Cómo soñaba entonces con Roma, la ciudad de los césares y los Papas, cuna de nuestra civilización (Periódico de Sevilla, 1940)
NIÑEZ Y ADOLESCENCIA
(1880-1896)
SEVILLA
-Nací en Madrid por casualidad
Quién puede saber a estas alturas –ciento veintiocho años después- a qué casualidad se referiría Don Antonio cuando, al decir esta frase, estrechaba su pícara mirada a consecuencia de una sonrisa. Pudo ser un viaje por causas familiares, no creo que fuese un asunto de trabajo y me atrevo a afirmar con toda seguridad que no estaban sus padres y hermanas establecidos en la capital. Los Rodríguez Villar eran absoluta y completamente sevillanos, su hogar, desde muchos años antes de nacer Antonio se encontraba en la calle San Luís, frente a la Iglesia de Santa Marina – no dudo que sus arcos ojivales y sus relieves y esculturas llamaran más de una vez, la atención del artista en ciernes- , y el escultor siempre hacía la aclaración sobre lo accidental en cuanto a la ubicación geográfica de su nacimiento, como dando a entender que, a pesar de ello, era totalmente andaluz.
Antoñito fue el menor de los hijos de Alfonso Rodríguez y Concepción Villar, y vino al mundo unos doce años después de su hermana más pequeña; Natividad y Mercedes fueron durante gran parte de su existencia una especie de pequeñas madres a las que recurrió cuando la soledad o la necesidad se hicieron imperiosas en su vida.
Nació un 24 de septiembre de 1880, en época convulsiva no sólo para España sino para toda Europa cuando “las ciencias se liberan del espíritu de las supersticiones y de los prejuicios provenientes de los déspotas y de los sacerdotes”(Histoire Critique,1989, p.13). La población europea pasa de 250 millones a 450 millones de habitantes con su consecuente crisis social; los términos: “ciencia” y “tecnología” son cada vez menos ajenos al lenguaje diario en un periodo en el que El Progreso se convierte en noticia de todos los días: Nobel, Curie, Lumiere, Marconi, Siemmens, Mendel, Pasteur, Koch se dan a la tarea de impulsar el mundo que está por venir. Los hombres de pensamiento se sumergen en una etapa de revisionismo de la realidad circundante; el arte, sin embargo, parece fabricar un puente que atraviesa toda la turbulencia de finales de siglo y encuentra una salida de evasión impulsado por el Romanticismo y el Simbolismo. En 1874, París es sede de un fenómeno artístico ciertamente reñido con el academicismo: la primera exposición impresionista.
Después de ese rompimiento, en la segunda mitad del siglo XIX, observamos un despojarse de reglas y prejuicios en un “ambiente artístico difícil, competitivo y crispado. Mezcla de pervivencias conservadoras del antiguo régimen con fuertes tendencias al liberalismo y la lucha económica”. (Pinazo, 1981, p.10). En consecuencia existían, para la época, dos tipos de artistas: uno, el “oficial, conformista y mimado por el poder establecido, acaparador de cargos oficiales, honores y medallas…” (Pinazo, 1981, p. 10), el artista académico que sólo concebía exponer en “El Salón” oficial; y el otro: “el marginado, revolucionario y resentido que arrastra una vida de miserias (…) para aportar cauces nuevos para el futuro del arte” (Pinazo, 1981, p.10), la adorable y nostálgica generación de bohemios, que se reunían en los cafés, bebían absenta y vivían en su estudio inmersos en la creación artística.
¿Cómo llegaba a Sevilla ese impetuoso fluir de ideas sociales y políticas, ese mundo nuevo que se abría paso hacia el estallido de un nuevo siglo? ¿Cómo se derramaban por España las recientes corrientes artísticas que parecían ir desencadenando al hombre de las ataduras de los convencionalismos y las reglas? ¿Cómo era la Sevilla que podía ver Antoñito a través de su mirada de artista? Pareciera que la vida se lo llevó de la mano corriendo y ni siquiera le dio tiempo de disfrutar su infancia; poco o nada se sabe de sus juegos infantiles o amigos de la niñez, pareciera que se hizo hombre antes de tiempo. No se lamentaba de ello. Con valentía y fortaleza poco usuales para un niño, para un adolescente, Antonio fue capaz de enfrentarse a las situaciones adultas que se iban presentándose en su vida temprana, de manera inesperada e insistente.
Sin contar siquiera diez años, inquieto y curioso, acompañaba a su padre al trabajo y aprendió de él su oficio. Como él, fueron muchos los artistas de finales del siglo XIX y principios del XX que bebieron en la fuente de sus padres orfebres, herreros, vidrieros, ebanistas… “eran, a menudo, hijos de artesanos y adquirían en el aprendizaje del oficio de su padre el gusto por el trabajo manual” (Selz, 1964, p.48). El padre de Antonio era ornamentista, como lo fue el de su contemporáneo, el pintor Ignacio Zuloaga e incluso el célebre escultor francés Auguste Rodin, que en su juventud, además de ornamentista, fue cincelador y modelador.
Siendo aún muy niño ingresa Antonio en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla como aprendiz del maestro Pedro Domínguez “quien había dado muestras de su pericia en la suntuosa Portada de San Cristóbal”(http:www.degelo.com/sevilla/sev4.htm/) perteneciente a la Catedral de esa ciudad y comienza, en 1890, a tallar la nueva fachada del Ayuntamiento, levantada a causa de modificaciones realizadas en esa edificación. Es muy probable que fuese allí donde el maestro conociera al pequeño.
Según un artículo publicado en El Mundo, periódico de San Juan de Puerto Rico, el día miércoles 21 de junio de 1933:
Allí [en Sevilla] se despertó la vocación irresistible del escultor precoz y en la primorosa
fachada del Palacio Municipal, calada como una mantilla y bordada como un mantón
andaluz en esa joya arquitectónica –un encaje de piedra que que tiene la finura estilizada de
una fina labor de orfebrería- el cincel de Antonio R. del Villar ha dejado unos primorosos
relieves cuando todavía era un chavea (sic), como llaman allí a los chiquillos, empleando
la voz cañí.
Posiblemente don Alfonso Rodríguez formó parte del grupo de ornamentistas y cinceladores que trabajaron bajo las órdenes del maestro Domínguez en la extensa e importante obra que se llevo a cabo en el Ayuntamiento y es muy probable, también, que su hijo Antonio colaborará con él. Al no encontrar información sobre el “Palacio Municipal” mencionado en el artículo citado anteriormente, me inclino a pensar que fuese ésta alguna otra denominación que recibiera el Ayuntamiento, lo cual considero muy probable, especialmente porque las fechas y el lugar brindarían una explicación más que posible del encuentro del maestro Domínguez con el jovencísimo Antonio a quien, después de haber visto realizando su trabajo, consideró un discípulo idóneo para ser recibido en la Academia de Bellas Artes de Sevilla.
Es éste el momento en que Antoñito comienza su larga trayectoria como escultor, inicia su “permanente búsqueda del alma de lo que moldeaba”, como él mismo decía. En la España de Gaudí en la arquitectura, Sorolla en la pintura y Benlliure en la escultura; el arte comenzaba a recorrer nuevos caminos que se alejaban de la pesadez de un clasicismo agotado y repetitivo que ya no respondía al sentir de los hombres de los nuevos tiempos. En Francia Jean Baptiste Carpeaux había liberado a la escultura de la frialdad académica, posteriormente Auguste Rodin “intentaba reconstruir los sentimientos que debieron presidir el pensamiento de Dios cuando emprendió la creación del Universo” (Pijoan, b, 1970, p.261) a la vez que expresaba: “(…) yo guardo en mi memoria la ´pose´, mejor que el propio modelo y además yo le presto vida interior” (Pijoan, b, 1970, p.262).
En la escultura de fin del siglo XIX los aspectos idealistas del Romanticismo van desapareciendo, lo que desemboca en un Realismo minucioso; una de las vertientes de esta corriente conduce al Modernismo; sin caer en los excesos de uno u otro movimiento, el estilo de Mariano Benlliure se caracteriza por sus detalles y por tratarse de una “escultura narrativa” que retrata “el aspecto transitorio y dinámico de la vida”(http:www.arteespana.com/marianobenlliure.htm).
Antonio, beberá de esta fuente durante sus años en Madrid como discípulo del célebre escultor e incluso orientará su obra hacia el mismo tipo de trabajo que su maestro quien “preferentemente se dedicó al retrato y a los monumentos conmemorativos” (http:www.arteespana.com/marianobenlliure.htm).
Fallece el padre de Antonio, siendo éste apenas un niño de once o doce años, y enferma su madre. Antonio distrae su tristeza modelando, tallando. En el taller conoce a quien será su protector, el Cardenal Espínola, célebre prelado sevillano de la época. Según la costumbre, altos personajes, nobles y dignatarios eran inmortalizados en bustos que los escultores realizaban, no sólo por prestigio sino como medio de vida usual entre los artistas. Uno de los escultores instruyendo a Antonio en el arte del retrato se encontraba realizando un busto del mencionado Cardenal; al saber de su visita al taller para constatar como iba a adelantando la obra, el maestro se escondió detrás de unas cortinas esperando escuchar los halagos del prelado. Antonio siguió trabajando con la naturalidad y la despreocupación que le proporcionaban sus pocos años. Ante el silencio, después de escuchar los pasos tras él y saludar ceremoniosamente, esperó las palabras que el Cardenal pronunciaría después de observar, silencioso y largamente ambas esculturas: la de Antonio y la de su maestro:
- Muy bien pequeño, muy bien. Serás un gran artista si sigues por este camino.
Con desagrado, se acercó al otro busto, lo observó seriamente y continuó dirigiéndose a Antonio:
- Sigue tu idea, vales mucho, no vayas a copiarte de esa cosa tan mal hecha.
Desde ese día fue “protegido” del Cardenal, que veía por su bienestar y particularmente porque siguiera sus estudios de arte.
En general, poco se sabe de los primeros años de Antonio. Llegan a mí, en un breve escrito, unas frases de su esposa: “Ya desde su infancia demostró una especial inclinación para el arte escultórico que se vislumbraba a través de sus juegos infantiles”; sin embargo, para quien lo conoció, es imposible imaginárselo serio y circunspecto con aires de niño prodigio dedicado a quehaceres demasiado maduros para su edad. Las anécdotas juveniles, su forma sencilla y ligera –tan inusual para la época- de enfrentar los sinsabores y los obstáculos que en otros hubiesen motivado una reposada reflexión, nos colocan frente a un ser humano libre y desenfadado -quizás un tanto impulsivo, al menos en sus años de juventud- que desde siempre tuvo la sabiduría natural y suficiente para discriminar y reconocer cuáles asuntos ameritaban de una verdadera seriedad en la vida y cuáles no valen ni un breve instante de preocupación, de indignación o de amargura..
Las picardías, travesuras y una inmensa facilidad para hacerse querer de quien lo conocía, no dejan lugar a dudas de qué tan jovial y abierto fue siempre el carácter de Antonio.
Menudito, de niño, no llegó a ser un hombre alto ni mucho menos corpulento. Él, tan enamorado de la perfección encontraba su cabeza un poco desproporcionada con su cuerpo, lo que era motivo de broma entre él y sus amigos. No sé si a causa de su estatura o de su carácter tan dado a la broma, o por ambas razones a la vez, pareció, por mucho tiempo, más joven de lo que era realmente: “Villarín” lo llamaban muchos de sus amigos y compañeros de estudios. A diferencia de sus hermanas que en al cabello, la piel y los ojos guardaban algo de sus antepasados moros; Antonio, además de sus ojos azulísimos, poseía un cabello castaño claro, de textura muy fina que se hizo escaso tempranamente; piel blanquísima como un vaso de leche y la sonrisa como adorno permanente en su rostro.
A partir de 1890, los años transcurren con una velocidad vertiginosa para el escultor; en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla obtiene un preciado galardón: la Medalla de las Academias, era ésta la primera de muchísimas y variadas condecoraciones que recibiría Antonio a través de su vida.
Once años fueron suficientes para que el artista se comprometiera con la primera de sus obras inolvidables: un Cristo tamaño natural, según sus propias palabras “tallado en un árbol”; esta obra fue donada al Convento de las Hermanas de la Cruz, muy cercano a su casa, en la misma calle. El valor de esta obra es esencialmente sentimental ya que, además de marcar el punto de partida de la producción artística de Antonio posee, sobre todo, la carga emocional de un momento doloroso en la vida del jovencísimo artista.
Ilusionado se entregaba diariamente a su trabajo en el tiempo libre del que disponía, cuando no cumplía con sus horas de estudio en la Academia; sin embargo, todo el entusiasmo del pequeño escultor debió recibir una gran descarga de amargura cuando su madre enferma le confió que ella viviría para ver terminado el Cristo, pero no mucho más. Así, al finalizar la talla, la madre de Antonio falleció.
Entonces llega el momento en que, por primera vez, sus hermanas tienen que “crecer” para convertirse en madres sustitutas del joven artista. Tomaron ellas una crucial decisión sobre el futuro de su hermano.
Alrededor del año 1892, el ya mencionado Cardenal Espínola, quien estaba al tanto de las particulares dotes artísticas del niño y de sus admirables progresos como escultor, decide que es conveniente para éste continuar su carrera en Madrid donde, bajo la protección de una noble dama prominente y amante de las artes, Antonio continuaría sus estudios.
MADRID
Por primera vez, y como un hombre en miniatura, Antonio viste chaleco, guarda el dinero que sus hermanas le dan “en caso de una emergencia” y sube solito a un tren que lo lleva a su nueva vida.
La España de ese momento histórico vivía una tensa calma política que se había iniciado con La Restauración, establecida a través de la figura del Rey Alfonso XII, a la cabeza de una Monarquía Parlamentaria que, a partir de 1885 recaía en los hombros de la reina María Cristina, regente desde la muerte de su esposo. Sin embargo, fuertes alteraciones sociales perturbaban el ambiente a causa de una creciente crisis económica que, en el año 86 desencadenó un paro obrero. Descontento y desconcierto desembocaban, incluso, en preocupantes atentados anarquistas.
La capital se encuentra inquieta y animada por estudiantes que llenaban los cafés con sus conversaciones sobre política y derechos sociales para distraer el hambre y el letargo que se apoderaba de la ciudad a causa de las huelgas. Madrid ventilaba su descontento a los cuatro viento;, Madrid en plena ebullición y Antoñito llegando a la estación donde no encuentra ningún rostro familiar; solo, y con dinerito en el bolsillo se siente libre para correr una pequeña aventura y decide salir a caminar. Llega a un restaurante donde confunde la ansiedad con hambre, entonces pide “vino, escabeche, una tortilla y un formidable trozo de carne”, sin embargo, según sus propias palabras:
No pude comer aquella tarde, tenía como un nudo en la garganta. Dejé todo aquello y me fui al Teatro de la Zarzuela y cuando en el gran salón, en medio de centenares de espectadores que reían y gozaban, me encontré solo, sin poder comunicarme con nadie, dos gruesas lágrimas rodaron por mis mejillas.
Afortunadamente, antes de finalizar el día, Antonio había alcanzado su destino: la suntuosa residencia de la Duquesa de Sevillano y Condesa de la Vega del Pozo: María Diega Desmaissiéres y Sevillano, aristócrata y mecenas, opulenta y respetable dama, fue la mujer más rica de España en el siglo XIX.
Amparado por su protección, Antonio no sólo adquiere conocimientos artísticos a través de un reconocido maestro, el escultor Mariano Benlliure, sino que además se enriquece pasando “horas enteras devorando libros en las bibliotecas” y recibe la preparación necesaria para convertirse en un caballero acostumbrado a cenas formales, reuniones en los salones más exquisitos de Madrid y a conversaciones con la más rancia aristocracia.
Madrid, para Antoñito, adquiría dimensiones de otro mundo de configuración infinita e impredecible, lleno de actividad y de diversidad de gentes. Necesitaba tener mil ojos para ver y un corazón inmenso que abarcara la totalidad de nuevas sensaciones que ofrecía aquella gran ciudad donde dejó de ser un niño, casi de golpe, quizá un día en que notó que la mirada se le enredaba en los lazos y los encajes que adornaban a las encantadoras damiselas tan diferentes de las adustas y sobrias señoras de Sevilla.
Me imagino al artista adolescente que, más allá de darse por satisfecho con alcanzar a ver algún que otro tobillo femenino cuando las damas subían al tranvía, se dejó seducir por los misterios del cuerpo humano. ¿Qué fascinante viaje interior, mucho más allá de sus estudios de anatomía, debió realizar Antonio para tomar conciencia de los misterios del cuerpo humano? ¿Cómo se llevó a cabo el aprendizaje que lo sensibilizó para saber concentrar toda su atención en un determinado tendón que, mágico, aparece y un segundo después, es imperceptible a la vista? ¿Cuando descubrió las cualidades de una piel diáfana brillante a la luz del sol? ¿Cómo comprendió el movimiento interno que tensa y perturba la forma de una pantorrilla? ¿En qué momento conoció, Antonio, la morbidez de unas caderas desnudas o la aterciopelada elasticidad de un vientre femenino? ¿Cómo supo, Antoñito, de manos trabajadoras llenas de durezas y de espaldas rígidas y sudorosas? ¿Cómo asimiló las formas de caballos, de ángeles, de rasos? Porque cualquier cosa, cualquier ser, fuese carnal, puro espíritu o incluso exánime, era incapaz de escaparse de las manos de Antonio.
En su primera fase, la escultura de Antonio es más rígida ya que es muy detallista y la busqueda de la perfección es su constante obsesión. Interpretar la realidad de la manera más verosímil, parece ser su motivo primordial. (Correo electrónico, A. Ureña, 22/05/2008)
La Condesa modela al joven en educación y modales privilegiados que caracterizarán, durante toda su vida a Antonio; más aun, aconsejado por la dama, él decide imprimir un giro aristocrático a su apellido: el Rodríguez Villar original se convierte en Rodríguez “del” Villar, un apellido “compuesto” más sonoro, más pomposo, con más sabor artístico, aunque sirviera en tan pocas oportunidades para permanecer grabado en sus obras.
Data, probablemente, de esta época y motivado por su educación rigurosa y minuciosa, su energía incansable para el trabajo y su entrega constante y consecuente con el fin de dominar los misterios de aquel oficio que lo había convertido en celebridad prematura, merecedor de halagos, honores y respeto con los que él siempre supo manejarse de maravilla: creció con ellos y, si no fue un ejemplo de humildad, tampoco se sentía a gusto vanagloriándose: dejaba que su arte hablara por él.
Aprendió las virtudes de ser discreto y elegante presumiendo el orgullo que le proporcionaban sus mejores obras.
La capital era el espacio perfecto para seguir una carrera exitosa y convertirse en una celebridad en poco tiempo:
En Madrid lo tenía todo: cariño, estimación, dinero, perspectivas cercanas de llegar, sin grandes esfuerzos, sólo con dejarse conducir con cierta docilidad, a los cenáculos en los que la gloria oficial se concertaba (El Mundo de San Juan, Antonio Rodríguez…,21/06/1933)
Y era allí donde se encontraba el problema: en la “docilidad” de la que Antonio carecía.
El mundo de Antonio se albergaba, ahora, en espacios que sobrepasaban a Madrid. Su aprendizaje y sus lecturas lo llevaban a viajes aun más lejanos acompañado por Dante, Horacio y Virgilio, a pesar de que su espíritu, siempre españolísimo, se dejara conquistar, de por vida, por el Duque de Rivas cuyos romances y sonetos recordaba, todavía, perfectamente a sus noventa años:
“…
No profane mi palacioun fementido traidorque contra su rey combatey que a su patria vendió.Pues si él es de reyes primo,primo de reyes soy yo,y conde de Benaventesi él es duque de Borbón."Llevándole de ventaja,que nunca jamás manchóla traición mi noble sangre,y haber nacido español.
…”
Romance I,(fragmento) , Duque de Rivas)
Mozart, Beethoven y Schubert los tenía en su corazón, probablemente desde la época de Sevilla cuando siendo muy niño pidió a sus padres un violín. Wagner fue, seguramente posterior, sin embargo, no puedo imaginar una música que se ajuste mejor al aspecto grandioso de las esculturas y monumentos que realizaría en el transcurso de su vida, que la de óperas como Loengrin, Parsifal y Tannhäuser, que fueron sus predilectas.
Crecía Antonio, sevillano-madrileño y conservó esa naturaleza dual, no sólo en su arte sino en la forma de ver la vida: bohemio-aristocrático, clásico-amotinado, místico-sensualista. De este periodo, junto al gran maestro Benlliure, data un busto del Ministro Cánovas del Castillo y lo que en algunas entrevistas se describe como una “alegoría” y en otras como “retrato o “busto” de la Reina Regente María Cristina; ésas entre muchas otras obras que, probablemente él consideró sin importancia después de algunos años, ya que no existe documentación sobre ellas.
Así, la curiosidad que lo caracterizaba y la “docilidad” de la que Antonio carecía, lo motivaron a poner su mirada en Italia “prefiriendo la libertad, a la maternal exigencia de la dama [la Duquesa] que le imponía la dura condición de no salir de Madrid” (El Mundo de San Juan, Antonio Rodríguez…,21/06/1933)
Cuando le dijo a la Duquesa que se marchaba a Roma, que quería ir a la Ciudad Eterna, donde quería realizar su formación artística, la dama se limitó a advertirle con una mansa entereza que, si la desobedecía, no esperase nada de ella en el futuro, ninguna merced…(El Mundo de San Juan, Antonio Rodríguez…,21/06/1933)
Es éste el comienzo de un largo viaje que emprende Antonio, esencialmente impulsado por una necesidad espiritual impostergable:
Me asfixiaba en Madrid, quería volar, conocer otras tierras y otras gentes, beber la inspiración en las mismas fuentes del Arte… ¡Cómo soñaba entonces con Roma, la ciudad de los césares y los Papas, cuna de nuestra civilización (Periódico de Sevilla, 1940)
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